"Cada hoja es todas las hojas del innumerable Arbol de los Relatos"

Sunday, November 30, 2008

Lo que le pasó a Natalia...



La última vez que vi a Natalia, la traían como a “Hannibal Lecter”, esposada y entre dos enfermeros o policías, no sé. Me encandilaba un poco su mameluco rojo de presidiaria yanki. Tenía una campera imaginaria, algo caída a mitad de brazos, que dificultaba sus movimientos y contra la que luchó hasta último momento. Gritaba: “¡La campera, la campera! ¿Me acomodás la campera?” a los tipos que la dejaron ahí. Y seguía: “Ni bola que me dan... ¡Ya van a ver!... Le voy a contar al Juez, que no es mi amigo...” Hizo una pausa. “¡Se ríen!... escucho voces...” decía como extraviada.
Luego, empezó a hablar un poco más calmada, mirando hacia un lado, como si alguien estuviera allí para escucharla: “Querido Sr.Juez”... dudó, por un instante y prosiguió firme: “¡No!: Sr. Juez, a secas. Yo juré decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y usted me juzga”. Miró alrededor, ofendida: “¿Se ríen? Todos se ríen de mi discapacidad... bueno: SE REIAN. Porque antes yo era gangosa. Pero al final fui a un foniatra que me curó”. Volvió a detenerse para quejarse (sin dejar de hablar como una gangosa en ningún momento): “¿Se ríen?. Lo que no me curó son las voces en mi cabeza, escucho voces en mi cabeza... pero suenan claritas. No son gangosas”. Estuvo otro momento, como perdida en su mente, y después agregó: “¿Podés subir la radio así nos reímos todos?” gritando hacia afuera, furiosa a los que la depositaron en ese sitio. “La gente es mala”, afirmó convencida y siguió:
Ahora se ocupan de juzgarme... ¡Pero ya me habían juzgado antes! ¡Por gangosa!”. Comenzó a lloriquear y a enfurecer: “¡Miserables!... ¡Qué calor! ¡La campera!... ¿Me sacás la campera?”. Y tras eso se revolcó furiosa tratando se sacársela, como si realmente la sintiera y le atara las manos, sin reparar en que eran las esposas las que la aprisionaban “ensigo” misma. Cayó al piso de rodillas y se calmó, resignada: “Yo no quería, Sr. Juez, pero les hice un favor... porque al gordo de mi marido no le entraba en la cabeza... ¡Ni un sombrero le entraba en la cabeza al cabezón!”. Le dio, entonces por golpear el piso como si estuviese ahí el muy infeliz. “¡Já!.¡Gil!... ¡Reíte ahora, cabezón! ¡Reíte, gordo chancho pedorro!... ¿No ves que la gente se reía de vos también?”.
Su voz se hizo grave, imitando la de un hombre no gangoso: “Correte gordo, que hacés eclipse”, le decían los amigos cuando el pelotazo se les paraba delante de la luz y tapaba todo con la cabezota... ¡Pedazo de imbécil!”. Y volvió a cargar contra el piso hasta que se agotó e hizo una pausa, suspirando. Después aclaró: “Gracias a mi, ahora no se ríen más del gordo... del pobre gordo. ¿Ahora se dan cuenta que era pobre? ¡Si nunca tuvo un mango el boludo... ¡Y se reía!”. Golpeó nuevamente al gordo inexistente que yacía inmóvil en el piso. “¿De qué te reís? Mirá como me dejaste el piso todo ensangrentado, desgraciado”. Resopló, indignada: “¡La campera!”. Imploró mirando otra vez afuera: “¿Me desenrollás la campera?¿Te reís? ¿De qué carajo te reís? Los amigos del gordo no se ríen más de mi... y los nenes tampoco”. El relato comenzó a ponerse interesante, pensé: “...primero se reían también... después se ponían a gritar, con sus vocecitas chillonas
Su voz amenazante, increpó: “¿Por qué llorás?”. Tras una breve transición, continuó para si y luego para ellos: “Yo no se por qué los pendejos son tan indecisos... Soy mami... ¿De qué te asustás?”.
Ya no les prestó más atención ni al juez ni a los carceleros abandónicos, sino a sus pequeños: “les hice un favor... los destrocé para no traumatizarlos”. Se calló la boca un instante y se justificó del todo: “Después la psicóloga me iba a echar la culpa a mi... porque la culpa siempre la tiene la madre...”

Terminó de reflexionar por fin, anunciando: “A mi todos me juzgan... Y yo escucho voces”... luego se tapó los oídos, como si los oyera: “Eran gangositos, también, les quería hacer un favor... ¡Cállense!”. Se acurrucó en el piso, con angustia: “¿No se van a callar?... ¿No ven que la gente se reía de los gangositos?... ¿No entienden?... ¿Me juzgan también?
¿Me juzgan?
¡Desagradecidos!”

No me miren así... yo no soy Natalia Góngora, ni una asesina “gangosa” como ella. Lo repito, yo “no soy gangosa”.
Lo que me liga a ella es ese desagrado que me provoca la gente que se ríe cuando una está explicándoles algo, por ejemplo...
Y si, yo también tengo lo mío... ¿Por qué negarlo?
Los cargos que pesan en mi contra no son moco de pavo, tampoco.
¿Qué?
¿SE RIEN?

María Elsa Rodríguez

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María Elsa Rodríguez nació en San Miguel (Buenos Aires, Argentina) en 1966. Supo que lo suyo no eran las obtusas matemáticas, y que los sueños la movilizaban más que la realidad. Estudió Cinematografía, Fotografía, Bibliotecología y Archivística (áreas estas dos últimas en las que desarrolló su labor profesional los últimos años, sin dejar de seguir ampliando en talleres, su interés por la dramaturgia y la literatura). Estrenó obras en teatro, publicó cuentos y su primera novela. Desde entonces, comparte algo de su material en los sitios que administra en la Web: • https://artistinconcluso.blogspot.com/ • http://unadextranjerosenyankilandia.blogspot.com/ • http://ailaviuforever.blogspot.com/ • https://www.facebook.com/Libros-para-olvidar-la-editorial-de-los-libros-perdidos-984324104963181/