"Cada hoja es todas las hojas del innumerable Arbol de los Relatos"

Saturday, January 31, 2009

Descubriendo el país... de Tortugal

El "peterpánico" J. M. Barrie sabía que "el tiempo de los juegos iba terminar" junto con su niñez, por lo que decidió seguir jugando en secreto al finalizar esa etapa...









A mi me pasa... A mis pibes ya les preocupa tambien.





Estos dos son gente amiga de ellos.
Tal vez recuerden a la chica... es la que chocó con un cubito de estos que te ponen en medio del camino.





El otro es nuestro familiar, casi.





Linda peli...

¿Para cuándo un caballero que venga a jugarse una mancha con nosotro'?
¡Capaz que estamo' jugando ahora mismo a la escondida y no me doy cuenta!
O. K.
Yo cuento.
Vos "librame pa' todos los compa"

Sunday, January 25, 2009

Siempre a deshoras...

Es inutil...
Jamas podre recordar los cumpleaños en su fecha exacta.

"Ya no tenía ninguna razón especial para acordarme de todo eso, y aunque me gustaba escribir por temporadas y algunos amigos aprobaban mis versos o mis relatos, me ocurría preguntarme a veces si esos recuerdos de la infancia merecían ser escritos si no nacían de la ingenua tendencia a creer que las cosas habían sido más de veras cuando las ponía en palabras para fijarlas a mi manera, para tenerlas ahí como las corbatas en el armario o el cuerpo de Felisa por la noche, algo que no se podría vivir de nuevo pero que se hacía más presente como si en el mero recuerdo se abriera paso una tercera dimensión, una casi siempre amarga pero tan deseada contigüidad. Nunca supe bien por qué, pero una y otra vez volvía a cosas que otros habían aprendido a olvidar para no arrastrarse en la vida con tanto tiempo sobre los hombros. Estaba seguro de que entre mis amigos había pocos que recordaran a sus compañeros de infancia como yo recordaba a Doro, aunque cuando escribía sobre Doro no era casi nunca él quien me llevaba a escribir sino otra cosa, algo en que Doro era solamente el pretexto para la imagen de su hermana mayor, la imagen de Sara en aquel entonces en que Doro y yo jugábamos en el patio o dibujábamos en la sala de la casa de Doro. Tan inseparables habíamos sido en esos tiempos del sexto grado, de los doce o trece años, que no era capaz de sentirme escribiendo separadamente sobre Doro, aceptarme desde fuera de la página y escribiendo sobre Doro. Verlo era verme simultáneamente como Aníbal con Doro, y no hubiera podido recordar nada de Doro si al mismo tiempo no hubiera sentido que Aníbal estaba también ahí en ese momento, que era Aníbal el que había pateado aquella pelota que rompió un vidrio de la casa de Doro una tarde de verano, el susto y las ganas de esconderse o de negar, la aparición de Sara tratándolos de bandidos y mandándolos a jugar al potrero de la esquina. Y con todo eso venía también Bánfield, claro, porque todo había pasado allí, ni Doro ni Aníbal hubieran podido imaginarse en otro pueblo que en Bánfield donde las casas y los potreros eran entonces más grandes que el mundo. (...)
De Sara le quedaban pocas imágenes, pero cada una se recortaba como un vitral a la hora del sol más alto, con azules y rojos y verdes penetrando el espacio hasta hacerle daño, a veces Aníbal veía sobre todo su pelo rubio cayéndole sobre los hombros como una caricia que él hubiera querido sentir contra su cara, a veces su piel tan blanca porque Sara no salía casi nunca al sol, absorbida por los trabajos de la casa, la madre enferma y Doro que volvía cada tarde con la ropa sucia, lastimadas las rodillas, las zapatillas embarradas. Nunca supo la edad de Sara en ese entonces, solamente que ya era una señorita, una joven madre de su hermano que se volvía más niño cuando ella le hablaba, cuando le pasaba la mano por la cabeza antes de mandarlo a comprar algo o pedirles a los dos que no gritaran tanto en el patio. Aníbal la saludaba tímido, dándole la mano, y Sara se la apretaba amablemente, casi sin mirarlo pero aceptándolo como esa otra mitad de Doro que casi diariamente venía a la casa para leer o jugar. A las cinco los llamaba para darles café con leche y bizcochos, siempre en la mesita del patio o en la sala sombría; Aníbal sólo había visto dos o tres veces a la madre de Doro, dulcemente desde su sillón de ruedas les decía su hola chicos, su tengan cuidado con los autos, aunque había tan pocos autos en Bánfield y ellos sonreían seguros de sus esquives en la calle, de su invulnerabilidad de jugadores de fútbol y corredores. Doro no hablaba nunca de su madre, casi siempre en la cama o escuchando radio en el salón, la casa era el patio y Sara, a veces algún tío de visita que les preguntaba lo que habían estudiado en la escuela y les regalaba cincuenta centavos. Y para Aníbal siempre era verano, de los inviernos no tenía casi recuerdos, su casa se volvía un encierro gris y neblinoso donde sólo los libros contaban, la familia en sus cosas y las cosas fijas en sus huecos, las gallinas que él tenía que cuidar, las enfermedades con largas dietas y té y solamente a veces Doro, porque a Doro no le gustaba quedarse mucho en una casa donde no los dejaban jugar como en la suya. Fue a lo largo de una bronquitis de quince días que Aníbal empezó a sentir la ausencia de Sara, cuando Doro venía a visitarlo le preguntaba por ella y Doro le contestaba distraído que estaba bien, lo único que le interesaba era si esa semana iban a poder jugar de nuevo en la calle. Aníbal hubiera querido saber más de Sara pero no se animaba a preguntar mucho, a Doro le hubiera parecido estúpido que se preocupara por alguien que no jugaba como ellos, que estaba tan lejos de todo lo que ellos hacían y pensaban. Cuando pudo volver a la casa de Doro, todavía un poco débil, Sara le dio la mano y le preguntó cómo andaba, no tenía que jugar a la pelota para no cansarse, mejor que dibujaran o leyeran en la sala; su voz era grave, hablaba como siempre le hablaba a Doro, afectuosamente pero lejos, la hermana mayor atenta y casi severa. Antes de dormirse esa noche, Aníbal sintió que algo le subía a los ojos, que la almohada se le volvía Sara, una necesidad de apretarla en los brazos y llorar con la cara pegada a Sara, al pelo de Sara, queriendo que ella estuviera ahí y le trajera los remedios y mirara el termómetro sentada a los pies de la cama. Cuando su madre vino por la mañana para frotarle el pecho con algo que olía a alcohol y a mentol, Aníbal cerró los ojos y fue la mano de Sara alzándole el camisón, acariciándolo livianamente, curándolo (...) solo en su cuarto antes de dormirse se decía que Sara no estaba ahí, que nunca entraría a verlo ni sano ni enfermo, justo a esa hora en que él la sentía tan cerca, la miraba con los ojos cerrados sin que la voz de Doro o los gritos de los otros chicos se mezclaran con esa presencia de Sara sola ahí para él, junto a él, y el llanto volvía como un deseo de entrega, de ser Doro en las manos de Sara, de que el pelo de Sara le rozara la frente y su voz le dijera buenas noches, que Sara le subiera la sábana antes de irse. Se animó a preguntarle a Doro como de paso quién lo cuidaba cuando estaba enfermo, porque Doro había tenido una infección intestinal y había pasado cinco días en la cama. Se lo preguntó como si fuera natural que Doro le dijera que su madre lo había atendido, sabiendo que no podía ser y que entonces Sara, los remedios y las otras cosas.
(...) Pero ese día no tuvieron suerte, a Aníbal se le enganchó un zapato en una raíz y se fue para adelante, se agarró de Doro y los dos resbalaron en el talud del zanjón y se hundieron hasta la cintura, no había peligro pero fue como si, manotearon desesperados hasta sujetarse de la ramazón de un sauce, se arrastraron trepando y puteando hasta lo alto, el barro se les había metido por todas partes, les chorreaba dentro de las camisas y los pantalones y olía a podrido, a rata muerta. Volvieron casi sin hablar y se metieron por el fondo del jardín en la casa de Doro, esperando que no hubiera nadie en el patio y pudieran lavarse a escondidas. Sara colgaba ropa cerca del gallinero y los vio venir, Doro como con miedo y Aníbal detrás, muerto de vergüenza y queriendo de veras morirse, estar a mil leguas de Sara en ese momento en que ella los miraba apretando los labios, en un silencio que los clavaba ridículos y confundidos bajo el sol del patio. -Era lo único que faltaba -dijo solamente Sara, dirigiéndose a Doro pero tan para Aníbal balbuceando las primeras palabras de una confesión, era culpa suya, se le había enganchado un zapato y entonces, Doro no tuvo la culpa de que, lo que había pasado era que todo estaba tan refaloso. -Vayan a bañarse ahora mismo -dijo Sara como si no lo hubiera oído-. Sáquense los zapatos antes de entrar y después se lavan la ropa en la pileta del gallinero. En el baño se miraron y Doro fue el primero en reírse pero era una risa sin convicción, se desnudaron y abrieron la ducha, bajo el agua podían empezar a reírse de veras, a pelearse por el jabón, a mirarse de arriba abajo y a hacerse cosquillas. Un río de barro corría hasta el desagüe y se diluía poco a poco, el jabón empezaba a dar espuma, se divertían tanto que en el primer momento no se dieron cuenta de que la puerta se había abierto y que Sara estaba ahí mirándolos, acercándose a Doro para sacarle el jabón de la mano y frotárselo en la espalda todavía embarrada. Aníbal no supo qué hacer, parado en la bañadera se puso las manos en la barriga, después se dio vuelta de golpe para que Sara no lo viera y fue todavía peor, de tres cuartos y con el agua corriéndole por la cara, cambiando de lado y otra vez de espaldas, hasta que Sara le alcanzó el jabón con un lavate mejor las orejas, tenés barro por todas partes. Esa noche no pudo ver a Sara como las otras noches, aunque apretaba los párpados lo único que veía era a Doro y a él en la bañadera, a Sara acercándose para inspeccionarlos de arriba abajo y después saliendo del baño con la ropa sucia en los brazos, generosamente yendo ella misma a la pileta para lavarles las cosas y gritándoles que se envolvieran en las toallas de baño hasta que todo estuviera seco, dándoles el café con leche sin decir nada, ni enojada ni amable, instalando la tabla de planchar bajo las glicinas y poco a poco secando los pantalones y las camisas. Cómo no había podido decirle algo al final cuando los mandó a vestirse, decirle solamente gracias, Sara, qué buena es, gracias de veras, Sara.
(...)Debió ser en las últimas vacaciones antes de entrar en el colegio nacional, sin Doro porque Doro iría a la escuela normal, pero los dos se habían prometido seguir viéndose todos los días aunque fueran a escuelas diferentes, qué importaba si por la tarde seguirían jugando como siempre, sin saber que no, que algún día de febrero o marzo jugarían por última vez en el patio de la casa de Doro porque la familia de Aníbal se mudaba a Buenos Aires y solamente podrían verse los fines de semana, amargos de rabia por un cambio que no querían admitir, por una separación que los grandes les imponían como tantas cosas, sin preocuparse por ellos, sin consultarlos. Todo de golpe iba rápido, cambiaba como ellos con los primeros pantalones largos, cuando Doro le dijo que Sara se iba a casar a principios de marzo, se lo dijo como algo sin importancia y Aníbal ni siquiera hizo un comentario.
(...) Nunca más supo de Doro y no le importó, también se había olvidado de Beto que enseñaba historia en algún pueblo de provincia, los juegos se habían ido dando sin sorpresa y como a todo el mundo, Aníbal aceptaba sin aceptar, algo que debía ser la vida aceptaba por él, un diploma, una hepatitis grave, un viaje al Brasil, un proyecto importante en un estudio con dos o tres socios. Estaba despidiéndose de uno de ellos en la puerta antes de ir a tomar una cerveza después del trabajo cuando vio venir a Sara por la vereda de enfrente. Bruscamente recordó que la noche antes había soñado con Sara y que era siempre el patio de la casa de Doro aunque no pasaba nada, aunque Sara solamente estaba ahí colgando ropa o llamándolos para el café con leche, y el sueño se acababa así casi sin haber empezado. Tal vez porque no pasaba nada las imágenes eran de una precisión cortante bajo el sol del verano de Bánfield que en el sueño no era el mismo que el de Buenos Aires; tal vez también por eso o por falta de algo mejor había rememorado a Sara después de tantos años de olvido (pero no había sido olvido, se lo repitió hoscamente a lo largo del día), y verla venir ahora por la calle, verla ahí vestida de blanco, idéntica a entonces con el pelo azotándole los hombros a cada paso en un juego de luces doradas, encadenándose a las imágenes del sueño en una continuidad que no le extrañó, que tenía algo de necesario y previsible, cruzar la calle y enfrentarla, decirle quién era y que ella lo mirara sorprendida, no lo reconociera y de golpe sí, de golpe sonriera y le tendiera la mano, se la apretara de veras y siguiera sonriéndole. -Qué increíble -dijo Sara-. Cómo te iba a reconocer después de tantos años. -Usted sí, claro -dijo Aníbal-. Pero ya ve, yo la reconocí enseguida. -Lógico -dijo lógicamente Sara-. Si ni siquiera te habías puesto pantalones largos. Yo también habré cambiado tanto, lo que pasa es que sos mejor fisonomista. Dudó un segundo antes de comprender que era idiota seguir tratándola de usted. -No, no has cambiado, ni siquiera el peinado. Sos la misma. -Fisonomista pero un poco miope -dijo ella con la antigua voz donde la bondad y la burla se enredaban. El sol les daba en la cara, no se podía hablar entre el tráfico y la gente. Sara dijo que no tenía apuro y que le gustaría tomar algo en un café. Fumaron el primer cigarrillo, el de las preguntas generales y los rodeos, Doro era maestro en Adrogué, la mamá se había muerto como un pajarito mientras leía el diario, él estaba asociado con otros muchachos ingenieros, les iba bien aunque la crisis, claro. En el segundo cigarrillo Aníbal dejó caer la pregunta que le quemaba los labios. -¿Y tu marido? Sara dejó salir el humo por la nariz, lo miró despacio en los ojos. -Bebe -dijo. No había ni amargura ni lástima, era una simple información y después otra vez Sara en Bánfield antes de todo eso, antes de la distancia y el olvido y el sueño de la noche anterior, exactamente como en el patio de la casa de Doro y aceptándole el segundo whisky, como siempre casi sin hablar, dejándolo a él que siguiera, que le contara porque él tenía mucho más para contarle, los años habían estado tan llenos de cosas para él, ella era como si no hubiese vivido mucho y no valía la pena decir por qué. Tal vez porque acababa de decirlo con una sola palabra. Imposible saber en qué momento todo dejó de ser difícil, juego de preguntas y respuestas, Aníbal había tendido la mano sobre el mantel y la mano de Sara no rehuyó su peso, la dejó estar mientras él agachaba la cabeza porque no podía mirarla en la cara, mientras le hablaba a borbotones del patio, de Doro, le contaba las noches en su cuarto, el termómetro, el llanto contra la almohada. Se lo decía con una voz lisa y monótona, amontonando momentos y episodios pero todo era lo mismo, me enamoré tanto de vos, me enamoré tanto y no te lo podía decir, vos venías de noche y me cuidabas, vos eras la mamá joven que yo no tenía, vos me tomabas la temperatura y me acariciabas para que me durmiera, vos nos dabas el café con leche en el patio, te acordás, vos nos retabas cuando hacíamos pavadas, yo hubiera querido que me hablaras solamente a mí de tantas cosas pero vos me mirabas desde tan arriba, me sonreías desde tan lejos, había un inmenso vidrio entre los dos y vos no podías hacer nada para romperlo, por eso de noche yo te llamaba y vos venías a cuidarme, a estar conmigo, a quererme como yo te quería, acariciándome la cabeza, haciéndome lo que le hacías a Doro, todo lo que siempre le habías hecho a Doro, pero yo no era Doro y solamente una vez, Sara, solamente una vez y fue horrible y no me olvidaré nunca porque hubiera querido morirme y no pude o no supe, claro que no quería morirme pero eso era el amor, querer morirme porque vos me habías mirado todo entero como a un chico, habías entrado en el baño y me habías mirado a mí que te quería, y me habías mirado como siempre lo habías mirado a Doro, vos ya de novia, vos que ibas a casarte y yo ahí mientras me dabas el jabón y me mandabas que me lavara hasta las orejas, me mirabas desnudo como a un chico que era y no te importaba nada de mí, ni siquiera me veías porque solamente veías a un chico y te ibas como si nunca me hubieras visto, como si yo no estuviera ahí sin saber cómo ponerme mientras me estabas mirando. -Me acuerdo muy bien -dijo Sara-. Me acuerdo tan bien como vos, Aníbal. -Sí, pero no es lo mismo. -Quién sabe si no es lo mismo. Vos no podías darte cuenta entonces, pero yo había sentido que me querías de esa manera y que te hacía sufrir, y por eso yo tenía que tratarte igual que a Doro. Eras un chico pero a veces me daba tanta pena que fueras un chico, me parecía injusto, algo así. Si hubieras tenido cinco años más... Te lo voy a decir porque ahora puedo y porque es justo, aquella tarde entré a propósito en el baño, no tenía ninguna necesidad de ir a ver si se estaban lavando, entré porque era una manera de acabar con eso, de curarte de tu sueño, de que te dieras cuenta que vos no podrías verme nunca así mientras que yo tenía el derecho de mirarte por todos lados como se mira a un chico. Por eso, Aníbal, para que te curaras de una vez y dejaras de mirarme como me mirabas pensando que yo no lo sabía. Y ahora sí otro whisky, ahora que los dos somos grandes. Del anochecer a la noche cerrada, por caminos de palabras que iban y venían, de manos que se encontraban un instante sobre el mantel antes de una risa y otros cigarrillos, quedaría un viaje en taxi, algún lugar que ella o él conocían, una habitación, todo como fundido en una sola imagen instantánea resolviéndose en una blancura de sábanas y la casi inmediata, furiosa convulsión de los cuerpos en un interminable encuentro, en las pausas rotas y rehechas y violadas y cada vez menos creíbles, en cada nueva implosión que los segaba y los sumía y los quemaba hasta el sopor, hasta la última brasa de los cigarrillos del alba. Cuando apagué la lámpara del escritorio y miré el fondo del vaso vacío, todo era todavía pura negación de las nueve de la noche, de la fatiga a la vuelta de otro día de trabajo. ¿Para qué seguir escribiendo si las palabras llevaban ya una hora resbalando sobre esa negación, tendiéndose en el papel como lo que eran, meros dibujos privados de todo sostén? Hasta algún momento habían corrido cabalgando la realidad, llenándose de sol y verano, palabras patio de Bánfield, palabras Doro y juegos y zanjón, colmena rumorosa de una memoria fiel. Sólo que al llegar a un tiempo que ya no era Sara ni Bánfield el recuento se había vuelto cotidiano, presente utilitario sin recuerdos ni sueños, la pura vida sin más y sin menos. Había querido seguir y que también las palabras aceptaran seguir adelante hasta llegar al hoy nuestro de cada día, a cualquiera de las lentas jornadas en el estudio de ingeniería, pero entonces me había acordado del sueño de la noche anterior, de ese sueño de nuevo con Sara, de la vuelta de Sara desde tan lejos y atrás, y no había podido quedarme en este presente en el que una vez más saldría por la tarde del estudio y me iría a beber una cerveza al café de la esquina, las palabras habían vuelto a llenarse de vida y aunque mentían, aunque nada era cierto, había seguido escribiéndolas porque nombraban a Sara, a Sara viniendo por la calle, tan hermoso seguir adelante aunque fuera absurdo, escribir que había cruzado la calle con las palabras que me llevarían a encontrar a Sara y dejarme conocer, la única manera de reunirme por fin con ella y decirle la verdad, llegar hasta su mano y besarla, escuchar su voz y verle el pelo azotándole los hombros, irme con ella hacia una noche que las palabras irían llenando de sábanas y caricias, pero cómo seguir ya, cómo empezar desde esa noche una vida con Sara cuando ahí al lado se oía la voz de Felisa que entraba con los chicos y venía a decirme que la cena estaba pronta, que fuéramos enseguida a comer porque ya era tarde y los chicos querían ver al pato Donald en la televisión de las diez y veinte."

Julio Cortazar. Fragmentos de: "Deshoras"

Sunday, January 18, 2009

Regatas en Tortugal


Si se puede correr el rally "Dakar" entre las callecitas porteñas de "Buenos Aires", llegando incluso a "Chile"... ¿Que me vienen a cuestionar que es dificil encontrar en un mapa donde queda hoy "Brianlandia"?
Menos aun extrañarse tanto de que no les rime la forma de Tortugal con sus sinuosas formas... no hablamos del Balneario Tortuga ni de Portugal, mis estimados.
Esto es algo superior.


Asi como algunos sitios civilizados se jactan de esquivar motos, autos y camiones en nombre del deporte de los fierros retorcidos (de los que sacaban a las victimas de vuelcos y excesos de velocidades y condiciones extremas para pilotos y espectadores), o pispear los partidos en los televisores... en Tortugal, my friend, yo he visto carreras de caballos y regatas en el museo.

Si, en 3D, antes que apareciera en el mercado esta nueva y revolucionaria camaritra web...





















¡Toma mate y avivate!

La esencia de mi propia existencia...

"Con las alas del alma desplegadas al viento




desentraño la esencia de mi propia existencia




sin desfallecimiento (...)






con las alas del alma desplegadas al viento"




Fragmentos del texto de: Eladia Blazquez



Pinturas: Salvador Dali

Thursday, January 08, 2009

Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas

"Hablen, tienen tres minutos"
Insisto, planteó uno y se mandó entre otras cosas esto:

"pienso en ti obstinadamente, como una ciega máquina,
como la cifra que repite interminablemente el gongo de la fiebre
el loco que cobija su paloma en la mano, acariciándola hora a hora
hasta mezclar los dedos y las plumas en una sola miga de ternura.

Creo que sospecharás esto que ocurre,
como yo te presiento a la distancia en tu ciudad,
volviendo del paseo donde quizá juntases
la misma florecita, un poco por botánica,
un poco porque aquí,

porque es preciso
que no estemos tan solos, que nos demos
un pétalo, aunque sea un pasito, una pelusa."

Y bueno, mientras espero zarpar para Tortugal, mi lugar en el mundo, le envío a quien corresponda:

“Botella al mar"

Epílogo a un cuento
Berkeley, California, 29 de septiembre de 1980.

"Querida Glenda, esta carta no le será enviada por las vías ordinarias porque nada entre nosotros puede ser enviado así, entrar en los ritos sociales de los sobres y el correo. Será más bien como si la pusiera en una botella y la dejara caer a las aguas de la bahía de San Francisco en cuyo borde, se alza la casa desde donde le escribo, como si la atara al cuello de una de las gaviotas que pasan como latigazos de sombra frente a mi ventana y oscurecen por un instante el teclado de esta máquina. Pero una carta de todos modos dirigida a usted, a Glenda Jackson, en alguna parte del mundo que probablemente seguirá siendo Londres; como muchas cartas, como muchos relatos, también hay mensajes que son botellas al mar y entran en esos lentos, prodigiosos sea-changer que Shakespeare cinceló en La Tempestad y que amigos inconsolables inscribirían tanto tiempo después en la lápida bajo la cual duerme el corazón de Percy Bysahe Shelley en el cementerio de Cayo Sextio, en Roma.
Es así, pienso, que se operan las comunicaciones profundas, lentas botellas errando en lentos mares, tal como lentamente se abrirá camino esta carta que la busca a usted con su verdadero nombre, no ya la Glenda Garson que también era usted, pero que el pudor y el cariño cambiaron sin cambiarla, exactamente como usted cambia sin cambiar de una película a otra. Le escribo a esa mujer que respira bajo tantas máscaras, inclusa la que yo inventé para no ofenderla y le escribo porque también usted se ha comunicado ahora conmigo debajo de mis máscaras de escritor; por eso nos hemos ganado el derecho de hablarnos así, ahora que sin la más mínima posibilidad imaginable acaba de llegarme su respuesta, su propia botella al mar rompiéndose en las rocas de esta bahía para llenarme de delicia en la que por debajo late algo como el miedo, un miedo que no acalla la delicia, que la vuelve pánica, la sitúa fuera de toda carne y de todo tiempo como usted y yo sin duda lo hemos querido cada uno a su manera.
No es fácil escribirle esto porque usted no sabe nada de Glenda Garson, pero a la vez las cosas ocurren como si yo tuviera que explicar inútilmente algo que de algún modo es la razón de su respuesta; todo ocurre como en planos diferentes, en una duplicación que vuelve absurdo cualquier procedimiento ordinario de contacto; estamos escribiendo o actuando para terceros, no para nosotros, y por eso esta carta toma la forma de un texto que será leído por terceros y acaso jamás por usted, o tal vez por usted pero solo en algún lejano día, de la misma manera que su respuesta ya ha sido conocida por terceros mientras que yo acabo de recibirla hace apenas tres días y por un mero azar de viaje. Creo que si las cosas ocurren así, de nada serviría intentar un contacto directo; creo que la única posibilidad de decirle esto es dirigiéndole una vez más a quienes van a leerlo como literatura, un relato dentro de otro, una coda o algo que parecía destinado a terminar con ese perfecto cierre definitivo que para mi deben tener los buenos relatos. Y si rompo la norma, si a mi manera le estoy escribiendo este mensaje, usted que acaso no lo leerá jamás es la que me está obligando, la que tal vez me está pidiendo que se lo escriba.
Conozca, entonces, lo que no podía conocer y sin embargo conoce. Hace exactamente dos semanas que Guillermo, Shavelson, mi editor en México, me entregó los primeros ejemplares de un libro de cuentos que escribí a lo largo de estos últimos tiempos y que lleva el título de uno de ellos, Queremos tanto a Glenda. Cuentos en español, por supuesto, y que sólo serán traducidos a otras lenguas en los próximos años, cuentos que esta semana empiezan apenas a circular en México y que usted no ha podido leer en Londres, donde por lo demás casi no se me lee y mucho menos en español. Tengo que hablarle de uno de ellos sintiendo al mismo tiempo, y en eso reside el ambiguo horror que anda por todo esto, lo inútil de hacerlo, porque usted, de una manera que solo el relato mismo puede insinuar, lo conoce ya; contra todas las razones, contra la razón misma, la respuesta que acabo de recibir me lo prueba y, me obliga a hacer lo que estoy haciendo frente al absurdo, si esto es absurdo, Glenda, y yo creo que no lo es aunque ni usted ni yo podamos saber lo que es.
Usted recordará entonces, aunque no puede recordar algo que nunca ha leído, algo cuyas páginas tienen todavía la humedad de la tinta de imprenta, que en ese relato se habla de un grupo de amigos de Buenos Aires que comparten, desde una furtiva fraternidad de club, el cariño y la admiración que sienten por usted, por esa actriz que el relato llama Glenda Garson, pero cuya carrera teatral y cinematográfica está indicada con la claridad suficiente para que cualquiera que lo merezca pueda reconocerla. El relato es muy simple: los amigos quieren tanto a Glenda que no pueden tolerar el escándalo de que algunas estén por debajo de la perfección que todo gran amor postula y necesita, y que la mediocridad de ciertos directores enturbie lo que sin duda usted había buscado mientras las filmaba. Como toda narración que propone una catarsis, que culmina en un sacrificio lustral, éste se permite transgredir la verosimilitud en busca de una verdad más honda y más última; así, el club hace lo necesario para apropiarse de las copias de las películas menos perfectas y las modifica allí donde una mera supresión o un cambio apenas perceptible en el montaje repararán las imperdonables torpezas originales. Supongo que usted, como ellos, no se preocupa por las despreciables imposibilidades prácticas de una operación que el relato describe sin detalles farragosos; simplemente la fidelidad y el dinero hacen lo suyo, y un día el club puede dar por terminada la tarea y entrar en el séptimo día de la felicidad. Sobre todo de la felicidad porque en ese momento usted anuncia su retiro del teatro y del cine, clausurando y perfeccionando sin saberlo una labor que la reiteración y el tiempo hubieran terminado por mancillar.
Sin saberlo... Ah, yo soy el autor del cuento, Glenda, pero ahora ya no puedo afirmar lo que me parecía tan claro al escribirlo. Ahora me ha llegado su respuesta, y algo que nada tiene que ver con la razón me obliga a reconocer que el retiro de Glenda Garson tenía algo de extraño, casi de forzado, así, al término justo de la tarea del ignoto y lejano club. Pero sigo contándole el cuento aunque ahora su final me parezca horrible puesto que tengo que contárselo a usted, y es imposible no hacerlo puesto que está en el cuento, puesto que todos lo están sabiendo en México desde hace diez días y sobre todo porque usted también lo sabe. Simplemente, un año más tarde Glenda Garson decide retornar al cine, y los amigos del club leen la noticia con la abrumadora certidumbre de que ya no les será posible repetir un proceso que sienten clausurado, definitivo. Solo les queda una manera de defender la perfección, el ápice de la dicha tan duramente alcanzada. Glenda Clarson no alcanzará a filmar la película anunciada, el club 'hará lo necesario y para siempre.
Todo esto, usted lo ve, es un cuento dentro de un libro, con algunos ribetes de fantástico o de insólito, coincide con la atmósfera de los otros relatos de ese volumen que mi editor me entregó la víspera de mi partida de México. Que el libro lleve ese título se debe simplemente a que ninguno de otros cuentos tenía para mí esa resonancia un poco nostálgica y enamorada que su nombre y su imagen despiertan en mi vida desde que una tarde, en el Aldwych Theater de Londres, la vi fustigar con el sedoso látigo de sus cabellos el torso, desnudo del marqués de Sade; imposible saber, cuando elegí ese título para el libro que de alguna manera estaba separando el relato del resto y poniendo toda su carga en la cubierta, tal como ahora en su última película que acabo de ver hace tres días aquí en San Francisco, alguien ha elegido un título, Hopscotch, alguien que sabe que esa palabra se traduce por Rayuela en español. Las botellas han llegado ha destino, Glenda, pero el mar en el que derivaron no es el mar de los navíos y de los albatros.
Todo se dio en un segundo, pensé irónicamente que habla venido a San Francisco para hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a divertirnos ante la coincidencia del titulo de esa película y el de la novela que seria uno de los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la protagonista y por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo, eso no era nada hasta que la botella se hizo pedazos en la oscuridad de la sala y conocí la respuesta, digo respuesta porque no puedo ni quiero creer que sea una venganza.
No es una venganza si no un llamado al margen de todo lo admisible, una invitación a un viaje que solo puede cumplirse en territorios fuera de todo territorio. La película, desde ya puede decir que despreciable se basa en una novela de espionaje que nada tiene que ver con usted o conmigo, Glenda, y precisamente por eso sentí que detrás de esa trama más bien estúpida y cómodamente vulgar se agazapaba otra cosa, impensablemente otra cosa puesto que usted no podía tener nada que decirme y a la vez sí, porque ahora usted era Glenda Jackson y, si había aceptado filmar una película con ese título, yo no podía dejar de sentir que lo había hecho desde Glenda Garson, desde los umbrales de esa historia en la que yo la habla llamado as!. Y que la película no tuviera nada que ver con eso, que fuera una comedia de espionaje apenas divertida, me forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en una página de cualquier periódico o libro previamente con venidos remiten a las palabras que transmitirán el mensaje para quien conozca la clave. Y era así, Glenda, era exactamente así. ¿Necesito probárselo cuando la autora del mensaje está más allá de toda prueba? Si lo digo es para los terceros que van a leer mi relato y ver su película, para lectores y espectadores que serán los ingenuos puentes de nuestros mensajes: un cuento que acaba de editarse, una película que acaba de salir, y Ahora esta carta que casi indeciblemente los contiene y los clausura.
Abreviaré un resumen que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del F.B.I. y del K.G.B., amables oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de "best sellers" la publique en español. Una imagen hacía el final de la película muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Pantheon Books la editó hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscotch. Usted como siempre es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del club entendí que solo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de esto que he escrito con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que en su mensaje no hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que el personaje de mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película porque usted lo ha querido así, porque solo ese doble simulacro de muerte por amor podía acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula, usted y yo estamos mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en algún lado, pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia el papel para su próxima película.”

Julio Cortázar (de: “Deshoras”)

Natalia Góngora (la asesina gangosa)...

(Atrapada “ensigo” misma)


(La entran como a “Hannibal”, esposada y entre dos enfermeros o policías. Tiene una campera algo caída a mitad de brazos, que dificulta sus movimientos y contra la que va a luchar. Habla "gangoso" durante todo el monólogo, pero no lo sabe)

Natalia_ ¡La campera, la campera! ¿Me acomodás la campera? Ni bola que me dan... ¡Ya
van a ver!... Le voy a contar al Juez, que “no es” mi amigo... (pausa) ¡Se ríen!...
(extraviada) Escucho voces...

(va hacia el centro del escenario)

Querido Sr.Juez” (pausa, duda). No: “Sr. Juez”... yo juré decir la verdad, toda
la verdad y nada más que la verdad. Y usted me juzga. (Mira hacia fuera) ¿Se
ríen?. Todos se ríen de mi discapacidad. “Se Reían”. Porque antes “yo era
gangosa. Pero fui a un foniatra que me curó... ¿Se ríen? (al público,
ofendida
). Lo que no me curó son las voces en mi cabeza, escucho voces en mi

cabeza... pero suenan claritas. No son gangosas. 
(Transición. Grita hacia una de las patas como si hubiese alguien)
¿Podés subir la radio así nos reímos todos? . La gente es mala.
Ahora se ocupan de juzgarme... ¡Pero ya me habían juzgado antes! ¡Por gangosa!
(lloriqueante). ¡Miserables!... (otra vez hacia fuera. Pausa).
¡Qué calor! ¡La campera!... ¿Me sacás la campera?

(lucha con furia para sacársela, cayendo al piso de rodillas. Le queda finalmente enganchada en los brazos, por las esposas. Se calma)

Yo no quería, Sr. Juez, pero les hice un favor... porque al gordo de mi
marido “no le entraba en la cabeza”... ¡Ni un sombrero le entraba en la cabeza al
cabezón! (comienza a golpear el piso como si estuviese ahí) ¡Já!¡Gil!... ¡Reite
ahora, cabezón! ¡Reíte, gordo chancho pedorro!... ¿No ves que la gente se reía de
vos también? (imitando a los amigos y sin acento "gangoso"): “Correte gordo, que hacés eclipse”, le decían los amigos. Porque el pelotazo se paraba delante de la luz y tapaba todo con la cabezota... ¡Pedazo de infeliz! (vuelve contra el piso. Pausa. Transición)
Gracias a mi, ahora no se ríen más del gordo... del “pobre gordo”. 
¿Ahora se dan cuenta que era pobre ¡Si nunca tuvo un mango el boludo... ¡Y se reía! 
(Carga contra el piso) 
¿De qué te reís? 
Mirá como me dejaste el piso todo ensangrentado,
desgraciado.
(transición)

¡La campera! (hacia afuera, implorante): ¿Me desenrollás la campera?
(furiosa)
¿Te reís?¿De qué carajo te reís? Los amigos del gordo no se ríen más de mi.

(vuelve al centro)

Y los nenes primero se reían también... después se ponían a gritar, con sus
vocecitas chillonas... (amenazante, como si hablara con una criatura que no está):
 ¿Por qué llorás? 
(transición. Para sí misma)
 Yo no se porqué los pendejos son tan indecisos... 
(de nuevo a la criatura)
Soy mami... ¿De qué te asustás?
(al público)
Pero les hice un favor... los destrocé para no traumatizarlos (pausa). Después la
psicóloga me iba a echar la culpa a mi... porque la culpa siempre la tiene la
madre (pausa)

A mi todos me juzgan... Y yo escucho voces... (se tapa los oídos). Eran
gangositos, también, les quería hacer un favor... 
(a los niños. Se acurruca en el piso, tratando de taparse los oídos)
¡Cállense! ¿No se van a callar?
¿No ven que la gente se reía de los gangositos?
¿No entienden?
¿Me juzgan también?
¿Me juzgan?
¡Desagradecidos!

FIN




María Elsa Rodríguez

Wednesday, January 07, 2009

República de Tortugal

Es este un lugar tan imaginario como "Brianlandia", pero tiene otro glamour.

Hay otros sitios con formas asombrosas...
Pero este se nos ocurrio divagando con el emperador Brian Recchi y no llegamos a saber donde ubicarla.
Queda en donde uno quiera.

Como en: "La isla a mediodía" de Julio Cortázar, tal vez la divisamos al sobrevolar desde un aeroplano...

Pero su encanto tal cual el Springfield de los Simpsons, es su fauna y que cuenta con mar, playa, nieve, todos los climas y emociones que se le canten al usuario.
Lo mejor, a mi modo de ver es que si no hay guita ¡Podemo’ ir lo mismo!
¡Aguante Tortugal!
Eso es justicia.

¡Indescribible como el Bangkok de la Rock’n Pop!

Se los recomiendo para este nuevo año de descubrimientos fabulosicos

Tuesday, January 06, 2009

En este lugar sagrado...

... donde tantos libros se han leído...

"Entre los diversos recintos en que transcurre la vida del hombre, uno de los más frecuentados es el cuarto de baño. Sin embargo, su figuración en la Historia ha sido injustamente postergada, y una postergación, tratándose del baño, puede traer penosas consecuencias. Los cuartos de baño no poseen el prestigio de las fuentes de la Alhambra, o las termas de Caracalla, y sin embargo, con sólo abrir un grifo, o apretar un botón, ¡qué despliegue de manantiales! Cosas muy importantes han sucedido en los baños; ¡Cuántas decisiones se han tomado! ¡Cuántos libros se han leído! Arquímedes descubrió su principio en una bañera; Carlos Marx se estaban duchando cuando pensó por primera vez en la "ducha" de clases. Podemos imaginarnos a Luis XV de Francia sentado en el trono de su tocador, enunciando: "después de mí, el diluvio". Cuántos matrimonios se han reconciliado en el baño, por ejemplo, mientras la esposa se lavaba los dientes y el esposo se afeitaba... o viceversa. Cuántos gobernantes han meditado sus actos en un cuarto de baño, como si fuera su despacho, al extremo de no distinguirse dónde resuelven sus asuntos, y dónde hacen más... decisiones incorrectas. En todas estas cosas pensaba el gran compositor Johann Sebastian Mastropiero cuando escribió "Loas al cuarto de baño", su célebre cuarteto para artefactos sanitarios, compuesto para los siguientes instrumentos: calephón, linodoro, desafinaducha, y nomeolbídet. En toda esta hermosa obra se respira la inconfundible atmósfera de las partituras del famoso compositor."

Monday, January 05, 2009

Estrenar pasiones nuevas forever

"El tiempo no existe. El tiempo sólo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada. Después de Reyes, un día notarás que la luz dorada de la tarde se demora en la pared de enfrente y apenas te des cuenta será primavera. Ajenos a ti en algunos valles florecerán los cerezos y en la ciudad habrá otros maniquíes en los escaparates. Una mañana radiante, camino del trabajo, puede que sientas una pulsión en la sangre cuando te cruces en la acera con un cuerpo juvenil que estalla por las costuras, y un atardecer con olor a paja quemada oirás que canta el cuclillo y a las fruterías habrán llegado las cerezas, las fresas y los melocotones y sin saber por qué ya será verano. De pronto te sorprenderás a ti mismo rodeado de niños cargando la sombrilla, el flotador y las sillas plegables en el coche para cumplir con el rito de olvidarte del jefe y de los compañeros de la oficina, pero el gran atasco de regreso a la ciudad será la señal de que las vacaciones han terminado y de la playa te llevarás el recuerdo de un sol que no podrás distinguir del sol del año pasado. El bronceado permanecerá un mes en tu piel y una tarde descubrirás que la pared de enfrente oscurece antes de hora. Enseguida volverán los anuncios de turrones, sonará el primer villancico y será otra vez Navidad.
La monotonía hace que los días resbalen sobre la vida a una velocidad increíble sin dejar una huella. Los inviernos de la niñez, los veranos de la adolescencia eran largos e intensos porque cada día había sensaciones nuevas y con ellas te abrías camino en la vida cuesta arriba contra el tiempo.

En forma de miedo o de aventura estrenabas el mundo cada mañana al levantarte de la cama. No existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria.


Lo mejor que uno puede desear para el año nuevo son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina. Que te pasen cosas distintas, como cuando uno era niño."

MANUEL VICENT: ELPAIS.com/Opinión (04/01/2009)

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María Elsa Rodríguez nació en San Miguel (Buenos Aires, Argentina) en 1966. Supo que lo suyo no eran las obtusas matemáticas, y que los sueños la movilizaban más que la realidad. Estudió Cinematografía, Fotografía, Bibliotecología y Archivística (áreas estas dos últimas en las que desarrolló su labor profesional los últimos años, sin dejar de seguir ampliando en talleres, su interés por la dramaturgia y la literatura). Estrenó obras en teatro, publicó cuentos y su primera novela. Desde entonces, comparte algo de su material en los sitios que administra en la Web: • https://artistinconcluso.blogspot.com/ • http://unadextranjerosenyankilandia.blogspot.com/ • http://ailaviuforever.blogspot.com/ • https://www.facebook.com/Libros-para-olvidar-la-editorial-de-los-libros-perdidos-984324104963181/