Había que subir una foto al Campus: “para conocernos”. ¡Pero si ya hay una!
Igual, es bien fulera la mía… típica imagen de documento de identidad, mirando severamente hacia el este, cual soldada… conocernos es otra cosa, vea.
Yo mandaría una de cuando era "rubia natural" o tal vez, otra de perfiles medio difusos, que me recuerda a Ángel, un usuario de la Biblioteca Universitaria donde trabajaba. Era este un caballero canoso de setenta y tantos años, que me llamaba “Tanagra Griegra”, porque estaba empecinado en que me había escapado de una escultura que él había reproducido para algún profesor universitario de la UBA, miles de años atrás. El hombre era un artista plástico que venía cada tarde “a trabajar” en sus fantásticos dibujos, para no quedarse solo en casa. Sacaba de la valija los lápices y los ordenaba metódicamente al costado del papel, para luego buscar algún libro que le interesara. Se demoraba un buen rato charlando con los jóvenes de los que pretendía absorber energía…
Estos muchachos y chicas, apuradísimos por aprobar exámenes, estaban a años luz de la que él desplegaba a diario… pero me parece, que era en cierta forma un intercambio. Eso acordamos tras discutirlo un tiempo. Ángel estaba de vuelta de todo, pero no se resignaba a andar “entre viejos carcamanes”, ya que él era incapaz de serlo. Me venía a ver al teatro, trayendo público (que siempre nos escaseó), recomendando la biblioteca a la hora en que “estaban las morochas”. Entonces, finalmente lo mandé a buscar mi libro, olvidado en un estante (y, que la buena de Marta “la morocha de ojos oscuros” era la única que recordaba, recomendándolo fervorosamente ante el pedido de: “¿cuentos de autores argentinos?”).
No lo hicieron muy feliz, tal vez esperaba que como mi personaje en la obra “le recordaba a Catita”, lo que escribía sería en ese tono (y yo quería ser descendiente directo de Cortazar…): “no los entiendo y me pone furioso”, me dijo al día siguiente. Casi se puso a llorar cuando me reí y le conté que habían tenido dispares críticas: “escribo difícil para unos y sin gracia para otros”, pero nadie se había puesto “furioso”, la verdad.
Me deshice en agradecimientos, por el tiempo que se había tomado tratando de que le gusten… y que comprenda que era lo mejor que le había pasado a ese pegoteo de papel en el que habían quedado encerradas esas historias: “Por lo menos un tipo vehemente trató de comprenderlos ¿No se da cuenta?”.
Sentenció al irse con una sonrisa: “los griegos son estoicos”.
Con el tiempo, se sintió mejor y con menos culpa. Nunca dejó de saludarme con su célebre frase al salir: “que te atropelle a felicidad”.
Igual, es bien fulera la mía… típica imagen de documento de identidad, mirando severamente hacia el este, cual soldada… conocernos es otra cosa, vea.
Yo mandaría una de cuando era "rubia natural" o tal vez, otra de perfiles medio difusos, que me recuerda a Ángel, un usuario de la Biblioteca Universitaria donde trabajaba. Era este un caballero canoso de setenta y tantos años, que me llamaba “Tanagra Griegra”, porque estaba empecinado en que me había escapado de una escultura que él había reproducido para algún profesor universitario de la UBA, miles de años atrás. El hombre era un artista plástico que venía cada tarde “a trabajar” en sus fantásticos dibujos, para no quedarse solo en casa. Sacaba de la valija los lápices y los ordenaba metódicamente al costado del papel, para luego buscar algún libro que le interesara. Se demoraba un buen rato charlando con los jóvenes de los que pretendía absorber energía…
Estos muchachos y chicas, apuradísimos por aprobar exámenes, estaban a años luz de la que él desplegaba a diario… pero me parece, que era en cierta forma un intercambio. Eso acordamos tras discutirlo un tiempo. Ángel estaba de vuelta de todo, pero no se resignaba a andar “entre viejos carcamanes”, ya que él era incapaz de serlo. Me venía a ver al teatro, trayendo público (que siempre nos escaseó), recomendando la biblioteca a la hora en que “estaban las morochas”. Entonces, finalmente lo mandé a buscar mi libro, olvidado en un estante (y, que la buena de Marta “la morocha de ojos oscuros” era la única que recordaba, recomendándolo fervorosamente ante el pedido de: “¿cuentos de autores argentinos?”).
No lo hicieron muy feliz, tal vez esperaba que como mi personaje en la obra “le recordaba a Catita”, lo que escribía sería en ese tono (y yo quería ser descendiente directo de Cortazar…): “no los entiendo y me pone furioso”, me dijo al día siguiente. Casi se puso a llorar cuando me reí y le conté que habían tenido dispares críticas: “escribo difícil para unos y sin gracia para otros”, pero nadie se había puesto “furioso”, la verdad.
Me deshice en agradecimientos, por el tiempo que se había tomado tratando de que le gusten… y que comprenda que era lo mejor que le había pasado a ese pegoteo de papel en el que habían quedado encerradas esas historias: “Por lo menos un tipo vehemente trató de comprenderlos ¿No se da cuenta?”.
Sentenció al irse con una sonrisa: “los griegos son estoicos”.
Con el tiempo, se sintió mejor y con menos culpa. Nunca dejó de saludarme con su célebre frase al salir: “que te atropelle a felicidad”.
1 comment:
Alla hu akhbar!!!
Post a Comment