Con mi compañero de trabajo y un asiduo concurrente a la biblioteca, solemos charlar acerca de "la casualidad, la causalidad"... y, curiosamente, luego termino relacionando los asuntos más extraños. En esta ocasión: "la ruina" vengo a ser yo y el "jóven insolente" el "que te jedi".
Igual, el pajarón ni se dió cuenta, pero se ofendió él por mi cara de disgusto. A su amigo, igual le aclaré (a los hombres, chicas, hay que explicarles todo) que era cansancio, no "cara de orto".
Yo creo, que la diferencia entre el punto de vista entre "el hombre y la mujer (primero está "hombre", si lo podéis notar...)" está en eso, precisamente. Cuando yo era chica (la nena de rojo del grupo de abajo), los nenes no nos dejaban jugar a la pelota con ellos y el lugar de juego: "el campito" del barrio, era monopolizado por los viles. Solo si había algún probema "técnico" con mi vieja (que les secuestraba la pelota y me cagaba el día con ese solemne acto... ya que era expulsada por ser "la hija de la gallega" más guacha del paraje), se podía jugar a la mancha o a la escondida, que se sabe... es mejor de a muchos. Bueno, en mi caso, si me dejaban volver a la cancha, claro. Mayormente me salvaba que era buena para "librar para todos los compa". Pero esa es otra historia.
O, tal vez no tanto... porque para que mi compañerito de laburo pudiera charlar un rato con su amigo, me puse a cubrirlo y terminé haciendo todo yo. Pero mi cara, mi actitud, lo molesta a él... que estaba de brazos cruzados mientras yo desplegaba una energía que se supone debía estar reponiendo a esa hora ¿Se entiende?
Su visión dista kilómetros de la mía.
¿Será que soy una resentida como las demás mujeres?
Debe ser por lo que comentaba antes. Como ellos, se adueñaban del campo de juego, nosotras nos dedicamos a conspirar en su contra y a molestarlos. Ustedes empezaron esta guerra. Tienen que asumirlo, de eso se trata.
Si...
Eso lo explica todo.
Somos resentidas, retorcidas y caracúlicas porque no nos dejaban jugar de igual a igual con ustedes desde el principio. Todo viene desde la infancia.
Yo recuerdo que "las nenas" de Puerta 4, en el Gran Buenos Aires, nos hicimos de River para pelear a los nenes que, en su gran mayoría eran de Boca o San Lorenzo. Fue una poco democrática decisión que tomó Patricia (la de saquito azul a la izquierda de la imagen), que era de ese equipo y la cabecilla de la banda. Por supuesto, con el transcurrir del tiempo, notamos que no había sido una gran idea. Era la época de Labruna como técnico y River no volvió a ser campeón por 18 años.
Mi amigo Walter (de pullover gris, a mi lado en la primer foto), se sorprende de que volviera al Ciclón que me vio nacer, porque no recuerda como yo el asunto. Bueno, es hombre y omite detalles fundamentales. De hecho, yo si me acuerdo cuando él cambió de cuadro...
Es así. Nosotras "tocamos de oído" en el fútbol por culpa de ustedes... que se olvidan de asuntos fundamentales de la vida diaria que nosotras (se sobreentiende), estaremos para cubrir cuando ustedes estén haciendo algo divertido o buludeando. Cómo disfrutar del fútbol, que para nosotras pasó a ser un delirante idioma que sospechamos entretenido, pero que se remonta a nuestra infancia y es nuestro primer desengaño.
Yo persisto en recordar, de cualquier manera ese folklore futbolero, en el que los chicos de mi barrio jugaban partidos memorables, esquivando el añoso y perfecto roble de la canchita de la esquina, que lindaba con mi casa de entonces. Ese árbol, tenía una enorme piedra incrustada entre las ramas, que algunos pibes, antes que nosotros, habían metido ahí para que el tronco fuera más fácil de trepar y nos permitiera ganar las ramas más altas para ver los encuentros deportivos desde los palcos preferenciales.
El improvisado estadio funcionaba "a full". Si no estaba habilitado las 24 hs. era solo porque, infortunadamente, en esa época del "proceso", los militares que estaban a una cuadra, en Campo de Mayo, eran los amos del universo y parte de la rutina de la gente era estar en su casa antes que se hiciera de noche.
Al mediodía, los empleados de la Concesionaria Ford Motors, preferían jugarse un picadito a almorzar. La gente (los hombres del barrio), veían el match desde sus casas, porque la canchita estaba estratégicamente ubicada en una esquina, que les permitía, asomados por sobre las ligustrinas, alentar o abuchear a los equipos.
Las mujeres, a esa hora, atareadas con chicos que iban o venían del colegio, cocinaban.
Las otras nenas, levantarían la mesa o lavarían platos... yo era alcanza pelotas, por vivir en la casa limítrofe al campo de juego.
Trabajo forzado, indigno y jamás pagado, que me entrenó en las lides de la resinación, el maltrato y la paciencia para soportar cualquier cosa y sobrevivir con valentía y frialdad inaudita a situaciones que, según me dicen, son lisa y llanamente insoportables para la media de la población.
La cuestión es, que los jóvenes mecánicos, se entreveraban en las polvaredas que se levantaban a su paso y le habían a rruinado a mi viejo el pastito que tanto cuidaba antes que los muchachos hicieran rutina el asunto del picadito. No siempre los equipos eran de 11 jugadores. Si faltaba gente, rápidamente, los más habilidosos pasaban a valer doble y se largaba el encuentro. Solo se suspendía por lluvia, que tornaba la cancha intransitable (para los grandes, pero podía haber encuentros de pibitos que luego eran castigados por sus madres por embarrarse).
Me acuedo de "Pío", que era uno fachero, medio rubión como el gringo Scotta y de otro más petiso y morocho, que eran los dos más amables a la hora de reclamar la pelota que caía del lado de mi casa, provocando el alboroto de los perros. A los demás no les preocupaba que yo me perdiera "Daktari" o que debiera interrumpir mi alimentación más importante del día, en plena edad del crecimiento, ni que las mandíbulas del boxer me mordieran como solía suceder. Esos pataduras, lo único que querían era su balón intacto y rápido... eso si: sin mordeduras.
Por suerte, a las 14 hs. escuchaban el timbre y debían volver al laburo.
Las cosas empezaron a mejorar cuando mi viejo se jubiló y heredó mi labor, felíz como un chico más.
Yo empecé a disfrutar de las gambetas de los chabones de otras canchas, a las que podía ir a sacar fotos a los equipos que querían tener sus murales de recuerdo y en algún cuento, como el que me recordó a Walter Sacaldaferro, quien también se pasó una vez de Rácing a San Lorenzo por culpa de "Los matadores", para alegría de mi papá que era cuervo fanático y no me perdonaba mi desliz con River.
Sospechamos que don Antonio, se sentía igual, por eso no lo llevó nunca a probarse y no llegó a ser el Maradona del Ciclón, que Soriano podría haber aplaudido en el viejo Gasómetro de Boedo.
"El penal más largo del mundo"
"El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío.
Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros. Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos. Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón. El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción. Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí. Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:-Constante los tira a la derecha. -Siempre -dijo el presidente del club. -Pero él sabe que yo sé. -Entonces estamos jodidos. -Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato. -Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa. -No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir. -El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio. El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado. -¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería. -No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó. -Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano. -Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa. El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio. -Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media. A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista. El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile. -¿Y yo cómo sé? -dijo él.-¿Cómo sabés qué? -Si me tengo que tirar para ese lado. La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas. -En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.¿Y si no lo atajo? -preguntó él. Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo. El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, per la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta. El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar. A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna. En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración. Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto. A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área. El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”. La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco. Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía. El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado. -Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí."
Osvaldo Soriano. En: "Cuentos de los años felices"
A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros. Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos. Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón. El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción. Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí. Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:-Constante los tira a la derecha. -Siempre -dijo el presidente del club. -Pero él sabe que yo sé. -Entonces estamos jodidos. -Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato. -Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa. -No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir. -El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio. El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado. -¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería. -No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó. -Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano. -Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa. El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio. -Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media. A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista. El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile. -¿Y yo cómo sé? -dijo él.-¿Cómo sabés qué? -Si me tengo que tirar para ese lado. La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas. -En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.¿Y si no lo atajo? -preguntó él. Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo. El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, per la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta. El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar. A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna. En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración. Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto. A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área. El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”. La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco. Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía. El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado. -Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí."
Osvaldo Soriano. En: "Cuentos de los años felices"