"Cada hoja es todas las hojas del innumerable Arbol de los Relatos"

Thursday, September 24, 2009

"Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un jóven insolente"

Con esta fatídica frase, Soriano explica al final de su cuento: "El penal más largo del mundo", un re-encuentro con un "famoso" jugador. Para no ser menos, mi anécdota aleccionadora, sea tal vez: "el relato más largo... o: la entrada de blog más larga"

Con mi compañero de trabajo y un asiduo concurrente a la biblioteca, solemos charlar acerca de "la casualidad, la causalidad"... y, curiosamente, luego termino relacionando los asuntos más extraños. En esta ocasión: "la ruina" vengo a ser yo y el "jóven insolente" el "que te jedi".
Igual, el pajarón ni se dió cuenta, pero se ofendió él por mi cara de disgusto. A su amigo, igual le aclaré (a los hombres, chicas, hay que explicarles todo) que era cansancio, no "cara de orto".

Yo creo, que la diferencia entre el punto de vista entre "el hombre y la mujer (primero está "hombre", si lo podéis notar...)" está en eso, precisamente. Cuando yo era chica (la nena de rojo del grupo de abajo), los nenes no nos dejaban jugar a la pelota con ellos y el lugar de juego: "el campito" del barrio, era monopolizado por los viles. Solo si había algún probema "técnico" con mi vieja (que les secuestraba la pelota y me cagaba el día con ese solemne acto... ya que era expulsada por ser "la hija de la gallega" más guacha del paraje), se podía jugar a la mancha o a la escondida, que se sabe... es mejor de a muchos. Bueno, en mi caso, si me dejaban volver a la cancha, claro. Mayormente me salvaba que era buena para "librar para todos los compa". Pero esa es otra historia.
O, tal vez no tanto... porque para que mi compañerito de laburo pudiera charlar un rato con su amigo, me puse a cubrirlo y terminé haciendo todo yo. Pero mi cara, mi actitud, lo molesta a él... que estaba de brazos cruzados mientras yo desplegaba una energía que se supone debía estar reponiendo a esa hora ¿Se entiende?

Su visión dista kilómetros de la mía.
¿Será que soy una resentida como las demás mujeres?
Debe ser por lo que comentaba antes. Como ellos, se adueñaban del campo de juego, nosotras nos dedicamos a conspirar en su contra y a molestarlos. Ustedes empezaron esta guerra. Tienen que asumirlo, de eso se trata.


Si...
Eso lo explica todo.
Somos resentidas, retorcidas y caracúlicas porque no nos dejaban jugar de igual a igual con ustedes desde el principio. Todo viene desde la infancia.
Yo recuerdo que "las nenas" de Puerta 4, en el Gran Buenos Aires, nos hicimos de River para pelear a los nenes que, en su gran mayoría eran de Boca o San Lorenzo. Fue una poco democrática decisión que tomó Patricia (la de saquito azul a la izquierda de la imagen), que era de ese equipo y la cabecilla de la banda. Por supuesto, con el transcurrir del tiempo, notamos que no había sido una gran idea. Era la época de Labruna como técnico y River no volvió a ser campeón por 18 años.

Mi amigo Walter (de pullover gris, a mi lado en la primer foto), se sorprende de que volviera al Ciclón que me vio nacer, porque no recuerda como yo el asunto. Bueno, es hombre y omite detalles fundamentales. De hecho, yo si me acuerdo cuando él cambió de cuadro...

Es así. Nosotras "tocamos de oído" en el fútbol por culpa de ustedes... que se olvidan de asuntos fundamentales de la vida diaria que nosotras (se sobreentiende), estaremos para cubrir cuando ustedes estén haciendo algo divertido o buludeando. Cómo disfrutar del fútbol, que para nosotras pasó a ser un delirante idioma que sospechamos entretenido, pero que se remonta a nuestra infancia y es nuestro primer desengaño.

Yo persisto en recordar, de cualquier manera ese folklore futbolero, en el que los chicos de mi barrio jugaban partidos memorables, esquivando el añoso y perfecto roble de la canchita de la esquina, que lindaba con mi casa de entonces. Ese árbol, tenía una enorme piedra incrustada entre las ramas, que algunos pibes, antes que nosotros, habían metido ahí para que el tronco fuera más fácil de trepar y nos permitiera ganar las ramas más altas para ver los encuentros deportivos desde los palcos preferenciales.

El improvisado estadio funcionaba "a full". Si no estaba habilitado las 24 hs. era solo porque, infortunadamente, en esa época del "proceso", los militares que estaban a una cuadra, en Campo de Mayo, eran los amos del universo y parte de la rutina de la gente era estar en su casa antes que se hiciera de noche.

Al mediodía, los empleados de la Concesionaria Ford Motors, preferían jugarse un picadito a almorzar. La gente (los hombres del barrio), veían el match desde sus casas, porque la canchita estaba estratégicamente ubicada en una esquina, que les permitía, asomados por sobre las ligustrinas, alentar o abuchear a los equipos.
Las mujeres, a esa hora, atareadas con chicos que iban o venían del colegio, cocinaban.
Las otras nenas, levantarían la mesa o lavarían platos... yo era alcanza pelotas, por vivir en la casa limítrofe al campo de juego.
Trabajo forzado, indigno y jamás pagado, que me entrenó en las lides de la resinación, el maltrato y la paciencia para soportar cualquier cosa y sobrevivir con valentía y frialdad inaudita a situaciones que, según me dicen, son lisa y llanamente insoportables para la media de la población.

La cuestión es, que los jóvenes mecánicos, se entreveraban en las polvaredas que se levantaban a su paso y le habían a rruinado a mi viejo el pastito que tanto cuidaba antes que los muchachos hicieran rutina el asunto del picadito. No siempre los equipos eran de 11 jugadores. Si faltaba gente, rápidamente, los más habilidosos pasaban a valer doble y se largaba el encuentro. Solo se suspendía por lluvia, que tornaba la cancha intransitable (para los grandes, pero podía haber encuentros de pibitos que luego eran castigados por sus madres por embarrarse).
Me acuedo de "Pío", que era uno fachero, medio rubión como el gringo Scotta y de otro más petiso y morocho, que eran los dos más amables a la hora de reclamar la pelota que caía del lado de mi casa, provocando el alboroto de los perros. A los demás no les preocupaba que yo me perdiera "Daktari" o que debiera interrumpir mi alimentación más importante del día, en plena edad del crecimiento, ni que las mandíbulas del boxer me mordieran como solía suceder. Esos pataduras, lo único que querían era su balón intacto y rápido... eso si: sin mordeduras.
Por suerte, a las 14 hs. escuchaban el timbre y debían volver al laburo.

Las cosas empezaron a mejorar cuando mi viejo se jubiló y heredó mi labor, felíz como un chico más.
Yo empecé a disfrutar de las gambetas de los chabones de otras canchas, a las que podía ir a sacar fotos a los equipos que querían tener sus murales de recuerdo y en algún cuento, como el que me recordó a Walter Sacaldaferro, quien también se pasó una vez de Rácing a San Lorenzo por culpa de "Los matadores", para alegría de mi papá que era cuervo fanático y no me perdonaba mi desliz con River.

Sospechamos que don Antonio, se sentía igual, por eso no lo llevó nunca a probarse y no llegó a ser el Maradona del Ciclón, que Soriano podría haber aplaudido en el viejo Gasómetro de Boedo.



"El penal más largo del mundo"


"El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío.

Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros. Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos. Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos les recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a1.
En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón. El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los arboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción. Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí. Según el tribunal de al Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duro una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido do en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borseguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:-Constante los tira a la derecha. -Siempre -dijo el presidente del club. -Pero él sabe que yo sé. -Entonces estamos jodidos. -Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato. -Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa. -No. El sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir. -El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente el club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio. El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado. -¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería. -No sé. ¿Qué me cambia eso?- preguntó. -Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano. -Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer -dijo y silbó al perro para volver a su casa. El viernes, la rubia de Ferreyra esta atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio. -Pobre tipo -dijo ella con una mueca y ni miro las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media. A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista. El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile. -¿Y yo cómo sé? -dijo él.-¿Cómo sabés qué? -Si me tengo que tirar para ese lado. La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas. -En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién -dijo ella.¿Y si no lo atajo? -preguntó él. Entonces quiere decir que no me querés -respondió la rubia, y volvieron al pueblo. El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, per la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta. El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar. A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señala la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el arbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna. En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración. Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces -contó después- que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto. A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacía el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área. El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el asombrado, pero el arbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”. La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco. Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía. El pelotazo salió hacía la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en punta de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino del hermano del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado. -Bien, pibe -me dijo-. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí."

Osvaldo Soriano. En: "Cuentos de los años felices"

Monday, September 21, 2009

"No alcancé a pagar la cuota, ¿sabés?"

Yo amo a Soriano

Si, siempre me pasa… ya no tendría que leer pensando que esa persona que escribió era mi alma gemela o que tal vez si me hubiera comprendido al menos.

Lo de: “Perón cumple, Evita dignifica”, a mi no me va… los señores no me cumplen, en realidad y lo más parecido a una rubia que he logrado ser en mi vida ha sido en mi rol de Lady Di del subdesarrollo (pero la rubia real era la que hacía de Camila Parker B. Yo solo tengo desteñidos los ojos...)
Y bueno, es así. Los pibes que a mi me gustan se van pronto y sin avisarme, como Soriano… quien tenía un padre tan pintoresco como el mío. Pero el de él era un chabón que no pudo triunfar. Ese era su problema. Siendo un tipo tan brillante, el recibir el único reconocimiento del propio General, era algo que lo amargaba aún más. Y soñaba con tener una Leica (que tuvo que devolver por no poder pagar las cuotas…).
Mi viejo no era así.
Nunca le quedó debiendo a nadie y se sentía orgulloso de lo que había logrado para dejarle a sus hijos. Lo que lo amargaba era que el único varón no quería nada: “esto no es para mi” era la frase que le quedó en la cabeza durante años. Me repetía una y otra vez que era una lástima que fuera una nena. A mi me hacía sentir como se siente Lisa Simpson cada vez que Homero no comprende su sensibilidad y talento. Pero, lo que “Miguelito” me quería decir era que el problema conmigo era que me faltaban como veinte años para ser grande… “era realmente una niñita chiquita” en ese entonces.

Tal vez, mi joven muchachita, cree que soy tan loser como el padre de Soriano, porque no comprende que no tengo la guita suficiente para pagar esa educación que ella quiere ya “como si no hubiera más tiempo”. Y, lamentablemente la vez que lo intenté terminé pagando la deuda con mi fiel y querida Pentax.
Sabés que ni Perón ni el Príncipe Carlos me cumplieron (tal vez por eso mi problema con los políticos y la monarquía).
Ya vendrá la reencarnación de Evita (dijo que volvería y “traería” millones… ¿No?) a dignificarnos alguna vez.
Ya va siendo tiempo, che.



"Juguetes"



"El primer regalo del que tengo memoria debe haber sido aquel camión de madera que mi padre me hizo para un cumpleaños. No me gustó y no lo usé nunca quizá porque lo había hecho él y no se parecía a los de lata pintada que vendían en los negocios. Muchos años después lo encontré en casa de uno de mis primos que se lo había dado a su hijo. Era un Chevrolet 47 verde, con volquete, ruedas de retamo y el capó que se abría. Las ruedas y los ejes seguían en su lugar y las diminutas bisagras de las puertas estaban oxidadas pero todavía funcionaban. Mi padre se daba maña para hacer de todo sin ganar un peso. En San Luis construyó una casa en un baldío de horizonte dudoso, cubierto de yuyos y algarrobales. El gobierno de Perón le había dado un crédito para vivienda y él se sentía vagamente humillado por haberlo merecido. Nunca supe cómo hacía para ocultar su condición de antiperonista virulento, de yrigoyenista nostálgico en los tiempos del Plan Quinquenal. En cambio yo me criaba en aquel clima de Nueva Argentina en la que los únicos privilegiados éramos los niños, sobre todo los que llevábamos el luto por Evita. En el día de Reyes, que para colmo es el de mi cumpleaños, el correo regalaba juguetes a los chicos que fueran a buscarlos. Muñecas, trompos, una pelota de goma, cosas de nada que los pibes mostraban a la tarde en la vereda. Por más peronistas que fuéramos, a los hijos de los 'contreras' se nos notaba la bronca y el orgullo de ser diferentes. A mi padre no le gustaba que yo hiciera cola en el correo para recibir algo que él no podía comprarme. Por eso me hizo aquel camión con sus propias manos, para mostrarme que mi viejo era él y no el lejano dictador que nos embelesaba por radio y aparecía en las tapas de todas las revistas. Pero a mí el camión no me gustaba y a escondidas le escribí una carta al mismísimo general. No recuerdo bien: creo que en el sobre puse 'Excelentísimo General Don Juan Domingo Perón, Buenos Aires'. En casa siempre había estampillas coloradas con la cara de San Martín así que despaché la carta y enseguida me olvidé.


Para remediar su fracaso con el camión, mi padre me compró un barquito verde y blanco que no funcionó nunca pero del que me acuerdo siempre. Como no tenía hermanos, nadie me lo disputaba y pasaba horas haciéndolo navegar. Me acomodaba bajo la copa de un árbol para protegerme del terrible sol puntano y allí imaginaba aventuras tan buenas como las que traían El Tony, Fantasía y Rayo Rojo. No sé, creo que unas veces yo era Tarzán y otras el Corsario Negro conduciendo, intrépido, a sus sesenta valientes.
El tiempo parecía interminable entonces. Ser mayor era tener diecisiete años y ésa era la edad de mis héroes en el momento de combatir o de amar. Y allí íbamos, Tarzán, el Corsario, Kit Carson y yo, en busca de una rubia suave y maternal que se esfumaba en las sombras de nuestra noche imaginaria. No sé quién era; tal vez Lana Turner, Evita, o la radiante esposa del bicicletero de la esquina. Creo que hacíamos con ella algo inconfesable y delicioso, mecidos por la brisa de la tarde o azotados por el torbellino del viento chorrillero. Entre tanto, mi padre ocultaba el pasto que habíamos puesto para que comieran los camellos de los Reyes Magos. Recuerdo que lo seguí a hurtadillas aquella noche en que me regaló el camión y lo vi arrojar el pasto por encima de la tapia.
Era un tipo de voz temible, mi padre; de gestos dulces y reflexiones amargas. Nada de lo que a él le gustaba me interesaba a mí. Amaba las matemáticas y leía gruesos libros llenos de ecuaciones y extraños dibujos. Me hablaba del Congreso y sus facultades cuando para mí sólo contaba el general. Me daba pena verlo soñar con una máquina de fotos, una Leica que nunca podría pagar. A medida que crecíamos y nos enterábamos por el cine, el Corsario, Tarzán, Kit Carson y yo distinguíamos por la trompa un Chevrolet 37 de uno del 35, un Ford A del 30 de otro del 31.
Una mañana se detuvo frente a casa un Buick con tres hombres de sombrero. lo buscaban a mi padre y él salió presuroso, con el pucho entre los labios. Llevaba el único traje que tenía para ir a la oficina y sólo Dios sabe cómo hacía mi madre para tenérselo siempre listo. La imagen de mi padre (alto, pelo blanco, idéntico a las fotos de Dashiell Hammett) me es indisociable del cigarrillo en los labios. Lo dejaba consumirse ahí, y se estaba horas mirando un libro de logaritmos, acompañado por una voluta de humo que flotaba hacia la lámpara. El Buick arrancó y yo supe enseguida que era un modelo 39. Para el Corsario y Kit Carson era del 38, pero yo estaba seguro porque tenía la parrilla más ancha y atrás la carrocería bajaba en picada disimulando el baúl. Mi madre se quedó en silencio y cuando se ponía así era mejor mantenerse a distancia. No sé por qué, yo me olía plata, la plata que faltaba, la que permitiría que mi padre se comprara la Leica y mi madre cambiara los zapatos. Plata para que me compraran Puño fuerte y el tony todas las semanas. Tal vez el Misterix, que era carísimo. 'una fragata', solía decir mi padre, '¡quién tuviera una fragata!'. La fragata era el imposible billete de mil y mi padre había imaginado todas las maneras de gastarlo. Ninguna incluía revistas de historietas ni matinés con Dick Tracy y la habitación donde él soñaba se llenaba de voltímetros, catalizadores de células fotoeléctricas y otras cosas tan inservibles como ésas.
Pero tampoco esa vez fue plata. Cuando volvió, a mediodía, mi padre estaba pálido pero sonriente. No se decidía entre el orgullo y la bronca. La ceniza del cigarrillo le caía sobre el banderín azul y blanco que apretujaba con los dedos humedecidos.
- Me dio la mano -le dijo a mi madre y me miró de reojo-. Me dio la mano y me dijo: 'Cómo le va, Soriano'.
-¿Y cómo te conoció?- preguntó mi madre, asustada.
-No sé. Me conoció el desgraciado.
En los días de más furia solía llamarlo 'degenerado mental', pero aquel mediodía estaba demasiado impresionado porque el general, que iba a Mendoza en tren, se había detenido en la estación de San Luis para saludar a todos los funcionarios por su nombre. Uno por uno, hasta llegar al sobrestante de Obras Sanitarias José Vicente Soriano, responsable de las aguas que consumía la población de San Luis.
Después de aquel apretón de manos, mi padre fingió odiarlo todavía más y por las noches, a la hora de la cena, bajaba la voz como un filibustero listo para el abordaje: '¡No me voy a morir sin verlo caer!', decía, y yo me estremecía de miedo a verlo caer. Corría entonces a mirarlo sonreír en las figuritas, entre grillo, Pescia, Fanny Navarro y Benavídez y me parecía invencible. Por las tardes, mientras preparaba el barco, veía pasar a la rubia mujer del bicicletero y el mundo de Tarzán, Kit Carson y el Corsario Negro volvía a su orden natural e inmutable. No sé por qué cuento esto. Me vienen a la memoria un arco y una flecha. Una espada de madera, un autito de carrera y el camión que tanto desprecié. También me acuerdo de la imponente llegada de un camión amarillo. Por fortuna mi padre no estaba en casa. Tocaron el timbre y salió mi madre:
-Presidencia de la Nación- dijo un tipo de uniforme. Y bajaron una inmensa caja en la que decía 'Perón cumple, Evita dignifica'. Mi madre intuía, azorada, la traición del hijo. 'Ya vas a ver cuando llegue tu padre', gruñia mientras yo contaba las diez camisetas blancas con vivos rojos y una amarilla para el arquero. También había una pelota con cierre de tiento y una carta del general. 'Que lo disfrutes', decía. Y también: 'Pónganle el nombre de Evita al cuadro'.
Mi padre quería tirar la carta al fuego. Iba a pasar algún tiempo antes de que Perón cayera y muchos años más hasta que pudiera darse el gran gusto de su vida. Yo ya era grande, vivía en la Avenida de Mayo y él se había venido a Buenos Aires a buscar otro trabajo. Cuando pasó a buscarme traía la leica envuelta en sedas y con un manual en tres idiomas. Fuimos a un bar y rebosante de orgullo me mostró su juguete. De verdad era precioso. lentes suizos, disparador automático, qué sé yo. Le pregunté si era muy cara y me contestó con un gesto de desdén. 'Vos pagame los cigarrillos', dijo.
A los dos o tres meses fui a visitarlo a una ruinosa pensión de Morón y lo encontré nervioso y esquivo. '¿Dónde está la Leica?', le pregunté como al descuido y enseguida me di cuenta de que íbamos a pasar un rato en silencio. Le di un paquete de cigarrillos y cuando se puso uno entre los labios, murmuró: 'Se la llevaron ayer, los degenerados.... No alcancé a pagar la cuota, ¿sabés?'.
Nos dimos un abrazo y nos pusimos a llorar. Mi padre por la Leica y yo por el camión aquel."

Osvaldo Soriano: "Cuentos de los años felices". Editorial Sudamericana, 1994.

Tuesday, September 15, 2009

"con tizas rojas y azules"

"Grafitti"

"Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida. Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.



Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos. Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.



Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.



Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el cafe de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran. Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.



Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.



Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quizo patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.



Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos."


Julio Cortazar

Sunday, September 13, 2009

Una película pequeña pero sutil...

"Good"
¿Para qué más?
¿Qué necesidad de ir a remar a Venecia por “La carretera”?
¡Si son canales angostitos y marrones!
El Río de La Plata es una carretera marrón, clon de Helmut… ¿Qué pasó? No te dan bola los tanos. Paciencia. Volvé al barrio. Si te tomabas el 181 que te deja en Caseros estabas al toque para venir con nosotros a "Enlaces". No te preocupes, ahora se viene el festival de objetos inútiles, pero eso es otra historia...

De verdad, quería seguir guardando compostura para finalizar dignamente con el tema que vengo sosteniendo desde hace varias entradas atrás. Pero encontré el petite collage que había pegado en el pen-drive que le obsequié a este muchacho de la foto de la derecha (con perdón) de la pantalla... al que le espeté que se me hacía parecido al de la izquierda (quien me estaba tirando unos efluvios para que cambie mi fortuna en la Feria del Libro).



En lugar de la improvisada etiqueta escrita a mano a la carrera cuando lo vi aparecer inesperadamente en la vereda de enfrente, el adminículo en el que solía transportar mis escritos tenía pegada la frase del título y una banderita argentina que decía "la próxima". Pero la plasticola no es tan fiel a la hora de mantenerse pegada contra el plástico... y se me había caído en la cartera que recien ahora vuelvo a usar y veo este bonito cartel que me quedó de recuerdo.



Bueno, en Venecia el caballero dice que le gustaría hacer algo en Argentina el año que viene...




¿Otra película pequeña pero sutil, che?

¿Cómo sería "el Inglés"?

Un amigo me había hecho el afiche con las caras de quienes yo tenía en mente cuando escribí el guión: "Adjunto afiche. Fijate si te gusta. Te lo hice chiquito para poder mandártelo por mail.
Cuando nos vemos me pasás un CD y te lo grabo. Si te gusta así contestame el mail que te voy haciendo el afiche con mucho mejor definición"






El muchachito era Neeson, al que le afanamos provisoriamente un cartel de otra película suya (todos me decían: "alcanzáselo a Viggo cuando viene a a cancha", pero a mi me gustaba Liam porque había leído un reportaje buenísimo de cuando hizo "Michael Collins"), la chica Cecilia Roth... el director Campanella y los demás: Oscar Martínez, Nicolás Cabré, Osvaldo Santoro, Eduardo Blanco (quien prometió contestarme que le había parecido cuando volviera de Tandil de filmar con China Zorrilla).
Y acá estamos todavía en eso...

-”De vuelta a Good, ¿le interesan más estos proyectos cercanos, alejados de los grandes montajes?
-”Es una película pequeña pero muy sutil. Sin grandes recursos económicos. Que no tiene ni personajes ni momentos extraordinarios, pero que puede resultar incómoda.
En el género de cine nazi siempre ha habido personajes extraordinarios o una catarsis con una conclusión dramática.
Aquí, en este cuento, no ocurre, sino que se plantea como cosas que pasan en un ambiente de aparente normalidad. Lo que resulta es que todos tienen que ver con todo lo que pasa, aunque se sientan ajenos e inocentes. Por eso digo que puede resultar incómoda para algunas gentes.”



Y si Viggo, la vida no siempre es lo que esperamos y la gente se ve inmersa en situaciones no esperadas donde debe decidir que hacer.
De eso se trata la cosa.

Thursday, September 03, 2009

Esto no es un homenaje...

Hoy leí que Seineldín murió.
Si, nadie es eterno, por suerte.
Este personaje, era un carapintada.
No niños... no es lo mismo que una vedette como Zulma Lovato o una vendedora de cosméticos.
Era un señor que se alzó contra la democracia y se tapaba la cara con una pomada que los soldados usan para ocultarse. ¿Por vergüenza?
Capaz.
No se.
Yo no los entiendo.
Y eso que a mi en la escuela me enseñaban a amar a los soldados de la Patria. Porque Patria se escribía con mayúscula, como Proceso de Reorganización Nacional...
Eso, era algo que con el tiempo aprendí a odiar.
Como Osvaldo Soriano aprendió a detestar el peronismo que en el aula le enseñaban a amar.
No crean en todo lo que algunos docentes les inculcan.
Los maestros son personas y hay personas que se creen semidioses y se lo toman tan en serio... pontificando con tanta behemencia que, al final, por creer que saben más que el mismo Dios, terminan "tontificando" como si fueran los subalternos del Demonio.
Descrean de lo que no les parece justo...
Y sean ustedes mismos aunque les digan que es una locura no ser igual que los demás.
En nombre de tanta cordura hoy estamos como estamos.
Yo igual, como siempre digo: no me resigno a que todo quede para siempre mal.
Ya vendrán tiempos mejores.



"Aquel peronismo de juguete"

"Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía 'Perón cumple, Evita dignifica', era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos. Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda. En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajo. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador.
Aquel 'sobrestante' que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: 'Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo'. Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. 'En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños', decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban 'tirano prófugo' al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban 'Viva Perón, carajo'. Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa."

Osvaldo Soriano: "Aquel peronismo de juguete", de: "Cuentos de los años felices". Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1993. ISBN 950-07-0905-8

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María Elsa Rodríguez nació en San Miguel (Buenos Aires, Argentina) en 1966. Supo que lo suyo no eran las obtusas matemáticas, y que los sueños la movilizaban más que la realidad. Estudió Cinematografía, Fotografía, Bibliotecología y Archivística (áreas estas dos últimas en las que desarrolló su labor profesional los últimos años, sin dejar de seguir ampliando en talleres, su interés por la dramaturgia y la literatura). Estrenó obras en teatro, publicó cuentos y su primera novela. Desde entonces, comparte algo de su material en los sitios que administra en la Web: • https://artistinconcluso.blogspot.com/ • http://unadextranjerosenyankilandia.blogspot.com/ • http://ailaviuforever.blogspot.com/ • https://www.facebook.com/Libros-para-olvidar-la-editorial-de-los-libros-perdidos-984324104963181/