La mujer se levanta, y este gesto, inesperado, pues está dicho que las señoras, según el ritual de etiqueta y buenas maneras, deben esperar en sus lugares a que los hombres se aproximen y las saluden, entonces ofrecerán la mano o darán la mejilla, de acuerdo a la confianza o el grado de intimidad o su naturaleza, y compondrán su sonrisa de mujer, educada, o insinuante, o cómplice, o reveladora, depende. Este gesto, quizá no el gesto, sino el estar allí, a cuatro pasos, de pie una mujer esperando, o, en vez de eso, la súbita conciencia de que se ha suspendido el tiempo mientras no se da el primer paso, verdad es que el espejo es testigo, pero de un momento anterior, en el espejo, José Anaico y la mujer aún son dos extraños, de este lado no, aquí, porque van a conocerse, se conocen ya. Este gesto, este gesto del que antes no se puede decir todo, hizo que se moviese el suelo de tablas como un convés, el arfar de un barco en la ola, lento y amplio, esta impresión no es comparable al conocido temblor de que habla Pedro Orce, no le vibran los huesos a José Anaico, pero todo su cuerpo sintió física y materialmente sintió, que la península, aún así llamada por costumbre y comodidad de expresión, de hecho y de naturaleza va navegando, solo lo sabía por observación exterior, ahora lo sabe por sensación propia”
José Saramago
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